TEATRO JACINTO BENAVENTE Y BUERO VALLEJO

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Categoría: El Baúl de Los Recuerdos
Publicado: Sábado, 24 Marzo 2018 16:42
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TEATRO JACINTO BENAVENTE Y BUERO VALLEJO

LA DOBLE HISTORIA DEL DOCTOR VALMY

Pasó algo más de un año, la dificultad para conseguir local fue dejando un poco de huella en el ánimo de cuantos estábamos implicados en el proyecto. Hasta que un día me llama Alberto González Vergel para decirme que existía la posibilidad de quedarnos con el Teatro Jacinto Benavente, de Madrid, situado en la Plaza Vázquez de Mella –muy cerca de la Gran Vía-, por un período de tres años, renovables. El planteamiento difería mucho del que con tanta ilusión y minuciosidad habíamos pretendido, pero era una posibilidad que había que contemplar. Algunos de los socios manifestaron su desilusión, el poco entusiasmo que les producía cambiar un proyecto tan ilusionante por una aventura asociada al teatro tradicional; algo muy manido y arriesgado que no aportaba nada, y difería mucho de nuestras aspiraciones de presentar algo nuevo, distinto, atractivo, como era el proyecto inicial de Teatro Circular, que a punto estuvo de tirar por tierra esta nueva posibilidad.

Pero yo siempre he dicho que el destino ha jugado un papel importante en mi vida, y en las vidas de los demás seres, supongo; unas veces para bien y otras para mal la magia se produce con la misma espontaneidad que en el teatro donde los personajes adquieren una vida que solo ellos pueden controlar, surgen de su implícita naturaleza, trazan su incierto destino, tiñen de gloria sus éxitos, envuelven su propia desgracia -a veces convertida en tragedia- con una fuerza irreprimible, como si se escaparan del papel donde el autor ha quedado a merced de su irrefrenable vitalidad, desarmado e impotente, y son ellos los que emergen en busca de su propia autoría, como los seis personajes de Pirandello, en busca de alguien que pusiera un poco de orden en sus vidas. No es casualidad, es el destino que impone sus propias reglas.

Uno de los comprometidos socios, José María Gómez de la Borbolla, da un paso al frente y dice que él asume todo el capital para este proyecto, naturalmente con González Vergel como director artístico y yo como director gerente. Cuando nos dimos cuenta, la operación se había consumado y los tres, en solitario, firmamos un contrato donde se especifi caban las competencias de cada uno. La empresa se denominaría “Producciones Godelabor” con el propósito de homenajear a la persona que tan altruistamente arriesgaba su dinero en una aventura en la que Alberto y yo teníamos absoluta libertad de movimiento. Nos pusimos a trabajar sobre la marcha, con ilusión renovada, y dispuestos a que todo el trabajo realizado en el estudio del proyecto anterior no cayera en saco roto. Se completó el organigrama de trabajo con dos hombres eficaces de absoluta confianza: Francisco Villarejo como administrador, y mi hermano Pepe como representante. Los dos se encargaron del complicado trámite y gestión interna que, cada vez más compleja, exigía mayor dedicación.

Alberto González Vergel inició su participación con una ilusión juvenil que nos tenía a todos sorprendidos: el proyecto de cubrir los días de descanso con recitales… El aprovechamiento matinal del teatro -principalmente los fi nes de semana era otra idea que se estaba madurando. La solicitud de ayuda oficial, otra posibilidad contemplada. Y, sobre todo, programar para la apertura un espectáculo con los suficientes ingredientes como para que nos sirviera de credenciales.

No se demoró mucho la cuestión, una obra de Buero Vallejo fue la propuesta. Había estado prohibida por problemas de censura; con algún pequeño retoque la posibilidad se hizo real para el estreno del local. Se trataba de “La doble historia del doctor Valmy“, sobre un tema –hasta ahora tabú en España- muy sensible y delicado: la tortura.

La oportunidad de coincidencia del proceso de apertura hacia la democracia colaboró, sin duda, a que se tuviera una visión más tolerante y se abriera la mano que posibilitó estrenos como este, que en otros tiempos no muy lejanos hubieran sido imposibles. Las circunstancias que rodeaban a esta obra, su misterioso proceso de prohibiciones –a pesar de su intemporalidad y falta de ubicación, pues está situada en un país imaginario-, crearon un clima favorable de preestreno, despertando interés y expectación en los medios de comunicación.

Buero Vallejo concibió esta obra en 1961, empezó a escribirla en 1963, y la terminó en mayo de 1964. En estos trece años transcurridos –estamos en 1976- varios empresarios o directores habían estudiado la posibilidad de montarla, desistiendo de su empeño tras consultar con la censura y negarse su autor a ciertas amputaciones que desvirtuaban la obra. Por ello no fue estrenada en España y sí en el extranjero, en Inglaterra, donde fue recibida con verdadero entusiasmo. El 22 de noviembre de 1968 se estrena en el Gateway Theater de Chester la versión inglesa de Farris Anderson y, simultáneamente en algunas universidades norteamericanas y australianas.

Pero el auténtico estreno se nos ofrecía a nosotros ahora, afortunadamente ya sin problemas, y se hacía real la oportunidad de ofrecerla en un teatro español donde a pesar del tiempo transcurrido la obra seguía manteniendo su vigencia teatral, social e intelectual.

En este caso la expectación fue mayor por tratarse de una obra escrita hace años, estrenada y publicada en el extranjero, que solo ahora llegaba a los escenarios españoles después de muchos intentos frustrados. Los medios de comunicación se estaban ocupando de este proceso del preestreno con generosidad, creando un ambiente favorable a efectos de promoción.

Los preparativos para la puesta en pie de la obra se sucedían sin demora. Alberto se lo había tomado casi como un reto personal. No lo decía, pero estoy seguro de que él buscaba la ocasión y pretendía quitarse la espina de su más o menos desigual historia en teatro comercial. No es fácil encontrar en su currículo obras montadas con medios y fines comerciales que hayan dado resultados satisfactorios. Si exceptuamos “Té y simpatía”, de Robert Anderson, uno de sus primeros montajes comerciales; estrenada en 1958 y protagonizada por Pastora Peña, estuvo un año en cartel en el Teatro Cómico de Madrid y recorrió algunas provincias de la geografía española. La mayoría de sus otros estrenos -en empresas privadas- con resultados intermedios, y poca cosa más.

Alberto González Vergel es un indiscutible hombre de teatro, con una capacidad artística fuera de toda duda razonable, una sensibilidad exquisita, un concepto de la puesta en escena que rezuma arte y dramaturgia de calidad, pero no es un hombre comercial, cualquier cosa que toca la convierte –más o menos- en fracaso económico y aunque su teatro, sus puestas en escena, su mensaje y forma de dirigir no dejan indiferente a nadie, el teatro de González Vergel cuando suena a comercial se asusta y deja un poso amargo que casi nunca ha tenido buenas vibraciones. Alberto González Vergel es un inconformista rebelde, un perfeccionista nato, un ser inquieto y atormentado, un personaje soñador que no encontró su autor y quedó desdibujado, un perfecto profesional que no encajó nunca en la perfección.

A pesar de que yo estaba al tanto de todos estos pormenores, siempre lo he tenido idealizado. Ateniéndome a mis presentimientos he creído en Alberto, en sus posibilidades, en su buen hacer, en su perfeccionismo, en su sentido de la puesta en escena. Para mí ha sido el maestro indiscutible y, además, siempre he sentido el deseo, la necesidad de buscar, insistentemente, la oportunidad; conseguir los medios suficientes para una producción que reuniera las características ideales, incluidas las necesarias para su comercialidad: una obra actual, un tema interesante, poder elegir el reparto ideal –sin problemas de presupuesto-, facilidad de medios precisos para el montaje del espectáculo, buena promoción, mucha ilusión y ganas de trabajar. Así se podría resumir, sin trampa ni cartón, todo este proceso de gestación basado en el convencimiento, además de la amistad, y aquí cabría matizar: solo amistad incondicional –muy alejada de cualquier otra connotación que pudiera atribuírsele-.

Mi generosa dedicación no estaba basada en la ignorancia o el empecinamiento, yo era consciente de que corría un gran riesgo y estaba dispuesto a asumirlo. Jugando tan fuerte y dando libertad absoluta de medios podía ocurrir que si el proyecto triunfaba todos los honores y méritos serían para Alberto, y si fracasaba –que es cuando siempre se buscan culpables-, yo sería el único responsable como director gerente del invento. Así que no cabía término medio, o se controlaba el gasto limitando la libertad creadora de la persona en la que tanto había confiado, y porfiado, con los riesgos que esa actitud lleva implícito, o dábamos rienda suelta al proyecto con lo mejor en cada especialidad. En definitiva, tal y como se habían planteado las cosas, me lo estaba jugando a una carta. Pero yo he sido siempre un hombre de corazonadas y, no sé por qué, presentía que esta ocasión venía de cara, todo se ofrecía favorable, las cosas iban a salir bien.

Se accedió al mejor reparto posible, los actores más emblemáticos del momento, los idóneos para completar un elenco que convirtiera en realidad una ficción y creara vida y magisterio en el escenario: Julio Núñez, Marisa de Leza, Carmen Carbonell, Andrés Mejuto, Ana Marzoa, Carlos Oller, José Albiach, Primitivo Rojas… y así, hasta completar el número de 14 actores con una nómina muy comprometida para las posibilidades de un teatro comercial y una empresa privada.

La lectura de la obra tuvo lugar en el mismo escenario del teatro. Un acto muy tradicional que se convirtió en un acontecimiento. Con la asistencia de toda la compañía, amigos y algunos periodistas, Antonio Buero Vallejo fue el encargado de realizarla. Con una mesa de tijera -de las usadas por el apunte- y un flexo por toda escenografía, Buero dio una excelente entonación al texto y buena muestra de sus cualidades de actor interpretando todos los papeles, matizando, afinando con sensibilidad, vibrando en los momentos dramáticos, y dejándonos a todos con la sensación de estar ante una obra de entidad y grandeza dramática.

El decorado fue ideado por Vicente Vela que creó un espacio escénico sin apenas artificio. No se trataba de ofrecer una puesta en escena modesta –no había problemas de presupuesto- sino de un perfecto equilibrio, utilizando solo los elementos necesarios para el desarrollo de la acción dramática, dejando a los intérpretes la fuerza arrolladora de los sentimientos y su grandeza moral; sin duda pensó González Vergel que la autoridad indiscutible únicamente se forja en la austeridad y su mensaje eterno en la inspiración.

El diseño de iluminación correspondió a José Luis Rodríguez: dotado de unos modernos equipos Boteyand Ranck Stand y excelentes técnicos, supo crear la magia necesaria en una transformación muy lograda y eficaz, dejando el valor del drama a su fuerza vital. Una iluminación creadora, o sugeridora de ambientes, que no necesitaban más elementos decorativos que su fuerza dramática y su eficacia transformadora. La iluminación convertida en protagonista discreta al servicio de un proyecto, con rasgos de genialidad.

Se puede decir que hubo una perfecta comunión entre los distintos elementos creadores y una simbiosis parecida a la que en su momento se había sugerido para las distintas transformaciones en teatro circular. La trama se desarrolla con un hábil manejo de recursos escénicos, la elipsis y los clímax, junto a la intensidad de los diálogos, nos hacen pensar, y nos trasladan a un mundo de miseria y de crueldad. Con la superioridad de que se trata de una obra sin apenas aparato escénico. Su acción reside en la clara problemática en que el autor nos envuelve. Al referirnos a que esta obra carece de ampulosidad escenográfica y se limita a elementos sugeridores, no quiere decir que sea fácil para un director, requiere una buena dosis de sensibilidad. Y aquí hay que consignar una gran tarea a cargo de Alberto González Vergel. Todo esto acompañado de un perfecto equilibrio escénico, el movimiento de personajes en diversos y oportunos planos que representan una gran sabiduría directorial. En esta ocasión González Vergel había acertado de pleno, conjugando con habilidosa y genial maestría cuantos elementos creyó necesarios para la historia que nos quería contar.

Cuando un proyecto –un trabajo- se ofrece al público con un engranaje perfecto, como en este caso en que parece que el acierto se acerca a lo sublime, hasta el más mínimo detalle se agiganta y aparece magnificado como un complemento imprescindible. Me refiero a ese comienzo funeral como preparación del ambiente realizado con recursos dramáticos de alta categoría, en el que se recurre a un personaje misterioso que tras presentarse al público se sienta ante un órgano que emite hermosas melodías y sonidos en diversas escenas de la obra. Transcurre la acción con una sobriedad de medios y economía dramática verdaderamente sorprendente, el contrapunto supone la oportuna y matizada aparición de la música de órgano de J.S. Bach que añade un impresionante contraste dramático a la acción, hasta llegar a conjugar como complemento ideal el cultivo auténtico y positivo de la belleza subliminal. No deja de ser signifi cativo que el tema utilizado sea “La pasión según San Mateo”.

Otro hecho a resaltar como dato curioso e interesante son esos personajes que de vez en cuando se pasean por la sala provocando al público -una pareja frívola que aparece en distintos momentos de la tragedia vestidos de smoking y traje de noche-, que sirven como distanciadores o aproximadores –Brecht o Stanislavsky-, que contribuyen al punto de reflexión que el autor ha solicitado al público y que González Vergel ha visto y escenificado abundando en su creencia de no dar facilidades a la aproximación, ni concesiones al recurso fácil, ni al exceso melodramático. Fue la única cosa -a mi juicio, y al de algún crítico-, que rompe la intensidad dramática, el ritmo o la continuidad de la tragedia. Y se da la circunstancia de que esto es precisamente lo que buscaba González Vergel, huir del patetismo integral, del melodrama exagerado –en el que es fácil caer-; las risas exageradas de esos vecinos –que no se creen que esas cosas puedan existir- son más hirientes, más dramáticas que los gritos de dolor de los torturados.

Por otra parte, teníamos el efecto añadido de que Buero Vallejo era ya un autor consagrado. Sin duda, el primer autor dramático español contemporáneo. Un estreno suyo no siempre ha acompañado el éxito comercial, pero sí ha supuesto un gran acontecimiento teatral. Si nos atenemos a la clasificación que de sus obras hace Julio Trenas (Arriba: 31-1-1976), podemos añadir: Buero Vallejo no se ha propuesto jamás un tema baladí en su teatro, aunque su producción sea clasificable en varias direcciones, desde imaginativo y fantástico “Casi un cuento de hadas”, “La tejedora de sueños”, “Irene o el tesoro”, al sainete costumbrista y la directa contemplación de la realidad –“Hoy es fiesta”, “Madrugada”, “Historia de una escalera”-, o las que podríamos llamar, utilizando la clasificación adoptada por Joan Anouilh en una parte de su producción, obras negras –“En la ardiente oscuridad”, “El concierto de San Ovidio” y “El tragaluz”- y esta misma doble historia del “doctor Valmy”. Lugar aparte merece el que cabría llamar teatro de “reinvención histórica” de Buero, donde situaría “Las Meninas”, “El sueño de la razón”, y una obra que para mí resume el magisterio escénico de nuestro gran dramaturgo: “Un soñador para un pueblo”.

“La doble historia del doctor Valmy” es un alegato contra los malos tratos y una defensa de los derechos humanos. Trata de hacer una condena moral de la tortura humana como arma política, como parte integrante de la lucha por el poder en cualquier país, independientemente del sistema o régimen en que se produzca. Buero condena una práctica que denigra al hombre y expone sus efectos degradantes, no solo del torturado también de quien la infringe, porque el ejercicio de esta práctica degrada más a quien la ejerce que a quien la sufre. Aquel que tortura está socavando los cimientos de su propia humanidad.

La acción no está localizada en ningún país concreto, los hechos que aquí se exponen ocurren con intensidad en cualquier lugar del planeta. Este es el gran valor de la obra y la gran vergüenza que se plantea. Colocar en el escenario los problemas de conciencia que puede tener un policía que tortura. La trama se desenvuelve a través de una paulatina toma de conciencia, frente a la indiferencia de los que no quieren ver. Es una obra que llama fuertemente al espectador, a su sensibilidad moral y a su conciencia. Un tema tan real como inédito en el teatro español. “La doble historia del doctor Valmy” es un retrato vivo que llama fuertemente al espectador despertando su sensibilidad moral y su conciencia. Su interpretación de la realidad está transida por una fuerza dramática alejada de todo efectismo a veces rotundo en la forma y violento en el fondo. Su temática, frecuentemente impregnada de magia, incluye protagonistas humanos conscientes de sus miserias que sin embargo se saben apreciados por sus creadores y aparecen hermanados por su peculiar y definitiva forma de actuar. Es el retrato vivo de una situación donde los torturadores dan suelta a oscuros complejos y la variedad de escenas sobre un mismo y sobrecogedor tema aparecen como elementos de un cuadro de trazos fuertes, sangrantes, que surgen sucesivos, apelotonados y explosivos, provocando en el espectador la revulsión de sus propias conciencias, haciéndole meditar sobre su temporal resignación. Y es que la obra de Buero está plagada de sutiles sugerencias, provoca sensaciones que rayan en lo sublime y estimulan la imaginación.