Pregón

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Categoría: ARCHIVO
Publicado: Jueves, 15 Septiembre 2016 17:32
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PREGÓN DE FIESTAS: Ojós

 Francisco  J. Banegas

 

 

Alcalde, Concejal de Cultura, miembros de la corporación, señoras y señores,  queridos amigos todos.

En primer lugar,  quiero agradecer el honor que representa el que me hayas invitado, querido Pablo,  a pronunciar el pregón de fiestas de mi pueblo.  Muchos de vosotros  sabéis que yo he nacido aquí y puedo asegurar la alegría que representa el estar con vosotros, y con los amigos que han querido compartir nuestro festejo. En este pueblo tan querido he vivido horas de alegrías y tristezas, cursé mis primeros  estudios, practiqué mis infantiles juegos, di rienda suelta a mis sueños y, sobretodo, amigos entrañables con los que he compartido estudios y horas de ocio.  Muchos de ellos ya no están, seguro que desde el privilegiado lugar donde ahora se encuentren están compartiendo nuestro recuerdo.

 

Antes de comenzar mi exposición, deseo expresar mi más profundo respeto a los pregoneros de anteriores años, que con tanto acierto supieron plasmar con hermosas palabras, incluso con humor y  maestría, las muchas bellezas de este pueblo.

El problema está en que no sé si yo sabré estar a su altura.

Y por supuesto, agradecer las palabras que me ha dedicado Pablo, las ha dicho con el corazón, y mucha generosidad.

 

                                         

PREGON

 

Queridos amigos. Todo se haya en el tiempo que hemos vivido hasta ahora. No es lo mismo recordar hechos distantes que hechos próximos.

Los distantes, han podido dejar cicatrices que aún nos duelen y nos conturban, que condicionan  nuestra forma de ser, nuestro comportamiento: son ya, tan solo, imágenes replegadas en el fondo de nosotros mismos y, al evocarlas, pueden producir una sonrisa de desdén y apartamiento.

Los hechos próximos, sin embargo,  están tejiendo todavía nuestra vida cotidiana, nuestros afanes, nuestras incertidumbres, nuestros dolores: tenemos que contar con ellos necesariamente.

Recordar el pasado lejano es difícil, pues nos encontramos despegados de sus escenarios y de sus personajes, porque han cambiado, se han extinguido. Nos vincula a ellos la memoria pero al dejar de existir ya no los vivimos. Son las sombras, encendidas o apagadas, que constituyen nuestra existencia.

No sé si he podido hacer frente, con sentido de unidad, a esta dualidad desgarradora,  recordando un camino largo que arranca de una bellísima lejanía y debe detenerse en la angustia del presente.

Porque recordar es volver a pasar sobre el corazón. Todos hemos tenido alguna vez esta necesidad. El pasado está firmemente arraigado en el tejido de nuestro presente: aquellas impresiones de niñez y adolescencia, aquellas sensaciones dormidas, pretendemos que vuelvan a acudir con intensidad a nuestra conciencia.

 

Corría el año 1934 cuando yo vine a este mundo. Como he dicho, fue aquí, en este entrañable pueblo, cuna de mis abuelos, de mis padres y  hermanos, tíos, sobrinos, primos y otros miembros de la familia.  No fueron fáciles aquellos años treinta, las dificultades condicionaban la vida de los ciudadanos. Afortunadamente, aquí, en este pueblo, con más sosiego, la convivencia era más cercana, casi familiar, se practicaba la solidaridad.

Mis vecinos más próximos fueron precisamente los abuelos  de Pablo, con los que  manteníamos una relación familiar y,  por tanto, con su padre, Antonio, y su madre Joaquina que compartía parentesco y el apellido Moreno. También  el hermano y hermanas de su padre: Pablo, Maruja, Ascensión, que fueron amigos con los que compartí muchas horas de complicidad, convivencia y ocio.

Tengo tantos recuerdos de este pueblo que se agolpan como un torrente. Parece que estoy viendo a mi vecino Marate que trepaba a las palmeras de mi huerto a cortar las uvas de los dátiles. ¡Qué exquisitez! No me extraña que fuera tan inflexible en la exigencia de su cincuenta por ciento. Era el “caché” que exigía por trepar a cortarlos.

A mi vecina María que, todos los días al amanecer, salía al balcón a gritar a los cuatro vientos, a dar gracias a   Dios por el lucero del alba,  estrella matutina y no sé cuántas bendiciones más representaban las hijas  que Dios les había concedido.

 Y como no,  Miguel el hojalatero, que vivía enfrente de mi casa,  se implicaba con migo en un belén enorme,  que  año tras año yo mejoraba, y que era visitado por las gentes del pueblo y de los pueblos vecinos. La paciencia que derrochaba este buen hombre. Implicado en un mundo indiscernible, hecho de instinto, de fuerza oscura y poderosa, que se funde con nuestros primeros balbuceos en la vida y desciende a la niñez para ponerse a mi altura. Que generosidad.   Yo era todavía un adolescente. Mi curiosidad, mi atracción hacia el espectáculo de lo que estaba creando, era contagiosa, el deleite que me producía ver convertido en realidad una obra que luego era elogiada. El me hacía de hojalata los cauces de los ríos que yo  forraba posteriormente con musgo, y las norias en imitación de esa joya que tenemos en este pueblo. El padre de Fidela era mi visitante más asiduo y mi conversador más interesado. Don Santiago era para mí el eco de mi instinto.

Y como no recordar, dos calles arriba, aquella muchacha con cualidades dramáticas indiscutibles, que habiendo enloquecido por amor, recitaba su desencanto  de madrugada haciendo del balcón de su casa el más glorioso escenario. Adela, quien el arte  desparramaba a borbotones, no pudo soportar el desamor ni con la válvula de escape de sus pinturas, tan originales y desgarradas como su amargura.

Todo un universo de personajes de cuyas escenas yo fui espectador privilegiado.

Una atractiva joven de Ojós tomó la decisión de aceptar los hábitos y recluirse como monja en un convento situado cerca de la capital. Un grupo de jóvenes del pueblo deciden un día ir a visitar a la madre Ceferina, así es como se hacía llamar la joven tras ingresar en la Orden. Recibidos por la hermana portera, les pregunta a quien tiene que anunciar, y ellos responden con toda naturalidad: dígale que han venido a verla Maestro Huevo, Chuchazo, Pichero y Pichaína. ¡Ave María Purísima! –exclama la monja horrorizada— ¡que nombres tan enrevesados!

Hablar de uno mismo es siempre peligroso. Pero la vida de un hombre cualquiera puede ser enriquecedora para otro. Más en esta evocación que me lleva violentamente a días de mi infancia y de mi juventud, cuando la mayoría de los que la compartieron mi vida han desaparecido; doy gracias a San Agustín para que proteja a los que me quedan: el tiempo es una sombra transitoria, como lo es todo lo que él encierra.

El pasado es un resurgimiento del presente. Son días de júbilo, de participación, estamos en fiestas, las celebramos en honor de nuestro patrón San Agustín y la Virgen de la Cabeza, muy queridos y venerados por todos nosotros desde tiempos muy remotos. Yo, alguna vez,  he colaborado a llevarlos en procesión, una tradición que han mantenido los jóvenes de este pueblo con el paso de los años,  obligados, posiblemente, por lo sinuoso del recorrido procesional, pero también como un acto de fe y fervor. Me viene al recuerdo un hecho que puede ser ilustrativo de la devoción que inspiran nuestros patronos.

En aquellos tiempos tan revueltos, los centros religiosos sufrieron algunos excesos, algo parecido a lo que está empezando a ocurrir ahora. Una corriente populista entraba en las iglesias y profanaba las imágenes y signos, por tanto, La Virgen de la cabeza y San Agustín no estuvieron exentos de riesgos. Más preocupados por protegernos a nosotros, se habían olvidado de ellos mismos.  

Y aquí, en Ojós, alguien tuvo la genial idea y valor para adelantarse. Aprovechando la oscuridad de la noche, un grupo de personas con arrojo suficiente, sacaron de la iglesia la imagen de San Agustín y la de la Virgen de la Cabeza con el propósito de esconderlos en el cementerio: único lugar previsiblemente respetado. Los muertos no son enemigos de nadie, ni partidarios de bando alguno, reposan en la soledad y en el silencio bajo la inscripción eterna de un epitafio que no se borrará jamás.

 La empresa se ofrecía ardua y difícil, no solo por el tamaño y peso de los santos, que también, sino por la distancia y dificultad del trayecto. Muchos lo conocéis, más de dos kilómetros en pendiente sinuosa y accidentada era la distancia al camposanto. Lo quebradizo del terreno, la subida por los escarpados flancos, representaba un trabajo muy fatigoso para lo que hubiera debido parecer una devota peregrinación al cementerio. Milagrosamente la proeza fue posible. Los santos pasaron su calvario escondidos en una ingeniosa imitación de tumba, una capilla-panteón, con la complicidad de uno de los vecinos del pueblo que era su propietario.

La terminación de la guerra, a finales de 1939, fue como una liberación, más bien un descanso en principio, que pronto se convertiría en una especie de espejismo donde la realidad se mostraba con una crudeza desmoralizadora para la mayoría de la población. La guerra fue mala para todos, para  los que perdieron familiares y amigos en uno y otro bando. También para los vencedores, pues tras la euforia colectiva, el alboroto, las campanas al vuelo al paso de las tropas nacionales y el patriotismo exacerbado, la cruda realidad  se impuso depositando las consecuencias en la mayoría de los hogares españoles.

Los primeros años de la posguerra fueron los peores. Debido a los efectos devastadores y al aislamiento internacional, en España escaseaba cualquier tipo de producto, sobre todo los alimentos. El hambre y la pobreza tenían sobrecogido a la población. El Gobierno decidió controlar la distribución de mercancías  asignando a cada persona cierta cantidad de  los productos básicos: un cuarto de litro de aceite, cien gramos de azúcar morena, doscientos gramos de jabón, un kilo de patatas, ciento cincuenta gramos de pan negro –el blanco era artículo de lujo- y, en escasa medida, judías y otras legumbres... que había que recoger con cartilla, atendiendo al nivel social, estado de salud o tipo de trabajo del cabeza de familia. La cartilla de racionamiento era la imagen depauperada de una ignominia nacional que padecíamos todos, niños y mayores.  A cada ciudadano  se le asignaba de forma personal, mediante cupones,  previo pago de los mismos, alimentos de primera necesidad. Eran tiempos muy difíciles, pues a la escasez de la mayoría de los productos se unía el desorden y la incertidumbre. Como resultaba casi imposible adquirir de forma legal cualquier alimento no controlado por el sistema, el mercado negro fue inevitable. La picaresca y la usura tomaron carta de naturaleza: el famoso estraperlo se impuso de forma generalizada, aplicando precios muy por encima de lo establecido.

A la desolación reinante se unía la lentitud del procedimiento. Las tierras estaban abandonadas y sin cultivo: la materia prima escasa o inexistente, y la posibilidad de producción casi imposible. Conseguir tejidos para la ropa era  cosa de privilegiados; la gente utilizaba sábanas y cortinas para confeccionar vestidos, camisas y otros atuendos. Las  habilidades manuales y artesanas tomaron gran protagonismo. Se imponía la necesaria alpargata con tela de lona y suela de esparto o cáñamo. Se hilaba la lana de las ovejas, con la que se tejían jerséis, chaquetas y otras prendas de vestir.

La población, sobre todo las zonas rurales, sobrevivían con las más sorprendentes ocurrencias. Guisos de castañas, potajes de trigo, patatas a lo pobre, patata hervida con laurel y un toque de colorante, y cuando la situación rozaba lo intolerable, tortilla de patata sin patata ni huevo: la parte blanca de la naranja cortada y cuajada con una mezcla de harina, agua y bicarbonato; también achicoria por café.

Yo siento todavía, como un aire misterioso, como un viento lejano, como una voz que no sé de donde viene, esta propensión a recordar en soledad, en silencio; un relámpago de claridad, la luz cegadora y la voz con que expresamos la mítica fantasía de un fuego que no se extingue jamás.

Y aparecen los primeros maestros. Don Gerónimo,  profesor de primaria, con el que aprendimos a leer. Mis primeros años de aprendizaje estuvieron influidos por la forma de educar de la escuela primaria en los años de la posguerra. Los profesores tenían autoridad suficiente para hacerse respetar y el apoyo de los padres, a mi juicio fundamental para que la rebeldía –o anarquía- a la que siempre se tiene tendencia en los años jóvenes, no produjera las distorsiones lógicas. La gente había aceptado que las reglas del juego eran las que eran, y el conformismo formaba parte de la manera de vivir y de educar. Independientemente de que los niños, adolescentes y jóvenes, a los que nos tocó vivir aquellos años, no teníamos la mentalidad tan desarrollada como ahora y, por tanto, sin la agudeza, visión, conocimiento y criterio, a que los modernos medios de comunicación han colaborado de una forma definitiva.

 Alguien imagina hoy un mundo sin televisión ni internet, pues ni existía ni se le esperaba. La radio –todavía imperfecta- era refugio fundamental en aquellos años tan escasos de recursos de la posguerra.

Éramos estudiantes y estábamos llenos de anhelos e ilusiones. Teníamos clavada en el alma la necesidad del triunfo. Soñábamos con el porvenir. Y en ese porvenir estabais vosotras, las muchachas en flor de nuestra adolescencia, las que estáis aquí y las que ya no están. Porque vosotras erais, en nuestra vida estudiantil, la pasión y la vehemencia, la sorpresa que nunca se agota, el deseo que jamás se marchita. La flor de la belleza que inunda las huertas de nuestro valle, hoy representada aquí por todas vosotras y, especialmente, por la Reina de las fiestas y sus damas de honor.

Este pueblo, queridos amigos, albergó mis sueños primerizos de amor y de gloria, mis juegos ruidosos e inocentes; largas lecturas junto a mi familia al rescoldo de cálido fuego de la chimenea, en aquellas desapacibles tardes de invierno donde mis sueños se desbordaban, en contraste con el silencio quebrado de mis padres más preocupados por cómo iban a pagar las facturas de mi estancia y estudio en la capital, o las de mi hermano Pepe que venía pisándome los talones.

Tardes de lluvia llenas de aromas poderosos  que espolean la memoria con perfumes que estaban ya en nosotros. Nos hacen vivir nuevamente todo lo que, sin haber muerto del todo, nos produce una tristeza indescriptible.

Porque vivir es desvivirse, adentrarse, buscar, sortear las dificultades, y ensayar soluciones en esa trayectoria vital del amor y el trabajo que conjugan el verbo ser feliz.

Vosotros, con vuestra presencia, habéis dado al campo de mi infancia y los recuerdos la ternura húmeda de las lágrimas blancas, cuando el cielo de la vida pierde su color azul y oscurece la esperanza.

 

En mi juventud tuve la oportunidad de expresar mis recuerdos  sobre el pueblo, con un pregón parecido para ser incluido en el programa de fiestas. El alcalde de entonces, Pedro Martínez, y mi hermano Antonio que por aquel entonces y hasta su prematura muerte ejerció como oficial mayor en el Ayuntamiento, me propusieron un trabajo parecido que fue publicado, a su vez, en el diario “Línea” de Murcia.

Lejos de la valoración que se le pudo dar, y la ilusión que me produjo, yo tenía entonces 17 años, lo principal que quise mostrar es la mentalización de todos, también de los jóvenes del pueblo, de ese clima de escasez, de modestia, de resignación implícita en todos los actos de nuestra vida de entonces.

Hoy, sesenta años después, me encuentro nuevamente entre vosotros practicando la segunda parte de esta historia, la mía y la vuestra, en este juego cruzado que hemos propuesto entre el presente y el pasado.

Pero ahora, mientras estoy evocando estas imágenes de mi vida, esas experiencias de mi juventud  y la melancolía que siento al recordarlas, abiertas a una comprensión más humana y realista,  pensamos en aquellos días en que en  nuestro porvenir todo eran límites, y todo lo ambicionábamos.

 El recuerdo es, posiblemente, el resurgimiento del pasado, y su equiparación con el presente.

Desde el amanecer, cuando las tempranas luces del alba comienzan a dibujar tímidos trazo en las siluetas del pasaje, los hombres del pueblo se disponen a comenzar su jornada liando un cigarro de bolsa, o petaca -picadillo de tabaco mezclado con no sé que hierba-, una especie de explosivo que chupan una y otra vez para evitar que se apague, acompañado de un estimulante carajillo –café con coñac- en el bar La Molinera o en el de Pepe y Ovidia, para que el cuerpo, supongo, vaya tomando conciencia de lo dura que va a resultar la jornada. Ahí es donde el reloj de la iglesia pone rigor en el marcaje sonoro y sincronizado de las horas, las calles del pueblo recuperan su actividad, más por rutina que apresurada, y el espacio se inunda de esperanza en una solución que depende más de la providencia que de su esfuerzo.

La vida mínima de los pueblos está regulada por las campanas. Cada tañido marca en la gran concavidad del cielo una alegría, una tristeza, un dolor, una nostalgia, una esperanza, y voltean jubilosas y sonoras en las fiestas sobre las plazas mayores. En las patronales de San Agustín, que comparte solemnidad con la Virgen de la Cabeza, las gentes del pueblo se congregan, no solo para homenajear al santo con una insistente y continua lluvia de cohetes, tracas y adornos de pirotecnia –fruto de aportaciones modestas que la gente ha ido acumulando a través de ofrecimientos de fe-, sino para festejar la oportunidad de salir de la rutina diaria, del trabajo y el esfuerzo continuado, y hacen el dispendio de unas pesetas comprando una porción de turrón en los tenderetes que a uno y otro  lado de la carretera instalan los feriantes, o tomando un plato de típicos michirones –con un buen chorro de limón- en el bar de Pepe y Ovidia; unas patatas asadas en el bar de Antonio y Joaquina; unas habas tiernas recién cogidas en el bar María “La Molinera”; un plato de “pipirrana”,  siempre con un chato de vino;  o un exquisito bizcocho borracho en el horno de leña de Teodosio, Jesús y Rosalía.

 Sin embargo, quién diría, después de estos productos que hoy nos suenan a manjares, que estábamos en penuria. La magia hortícola  de este pueblo, sus recursos naturales,  la sabiduría de sus gentes, articularon una despensa esencial para la supervivencia que, naturalmente, resultaba insuficiente.

Pasados los años, al rememorar aquella visión, siento un deseo incontenible de rescatar reliquias de nuestro pasado.

Así, secularmente, las campanas de la iglesia llaman, avisan y convocan a los fieles para acudir a los divinos oficios de Semana Santa y sus procesiones. La idea religiosa nace en los hombres y vive inquebrantable en el lecho de la conciencia, en la corriente transitoria de la vida, en nuestras súbitas exaltaciones del espíritu; reflejo del culto a que someten nuestras conciencias.

Es tradición que los mozos del pueblo participen en la subasta de los tronos religiosos de los santos. La cantidad de puja que supone la mayor oferta, se reparte proporcionalmente entre el número de participantes que componen el grupo de costaleros. No solo cuenta la más o menos modesta cantidad que supone el derecho (la recaudación es para la iglesia), sino el deber o la obligación de trasladar a hombros a la imagen que corresponda, inmenso sacrificio que soportan con voluntad y, sobre todo, con fe. Porque fe hay que tener para soportar a hombros –doloridos y, a veces, ensangrentados, el lento recorrido por callejuelas estrechas, sinuosas y empinadas, en cuya cima se divisa el peñón formado por grandes peñascos que aparecen sostenerse sin derrocarse sobre la población, gracias a un milagro del equilibrio y la naturaleza.

Durante la mañana, una vez finalizada la celebración, los jóvenes del pueblo protagonizan la llamada guerra de carretillas: una especie de artilugio pirotécnico que, una vez encendido, corre en dirección imprevisible a velocidad endiablada, autopropulsado por los destellos fogosos que desparrama el artefacto, produciendo, al final del recorrido, una explosión. La coincidencia y diversidad de ellas en todas direcciones, producía una sensación de temor y curiosidad de ese riesgo compartido que  los jóvenes de entonces aceptaban como revulsivo a su adrenalina.

Los jóvenes educados en la posguerra, en la época de la reflexión y de los sueños, se afanaban en buscar alicientes a la monotonía del pueblo, posiblemente queriendo impresionar a su chica o pretendida,  a la que sorprenden al día siguiente –madrugada de sábado al domingo de  Resurrección- con una “enrramá”: espectacular y gigantesca rama de olmo –o el árbol entero.- que cae sobre la ventana, bloquea la puerta de la casa y, posiblemente, una gran parte de la fachada, como muestra del interés por ella y deseos de conquistarla.

Y podríamos seguir evocando recuerdos de estos días de oro y plata, luminosos y tenues, claros y desdibujados, por donde la luz del entendimiento se cuela y abre paso entre pensamientos y suspiros. Es la adolescencia efervescente, una larga travesía de descubrimientos hasta que uno va encauzando mediante una ley psicológica que ajusta las vivencias, sella sus cerrojos y los abre. Una ventana abierta de matices que se agolpan  como sensaciones sonoras y frescas.

                              .......

Queridos amigos. Hasta aquí el discurso dictado por mi cerebro. Ahora voy a deciros  el que aconseja mi corazón.

Entre limoneros y naranjos, serpenteando por su cauce, marcha el Segura, con andar sereno, orgulloso de su fértil rivera. De vez en cuando, como queriendo romper una monotonía que no existe, cual mojón que marcase la distancia en carretera, pueblos pequeños que nos vieron nacer, repletos de significados humanos, se acogen en su seno, como temerosos cachorros asustados ante la impetuosa influencia de las grandes ciudades de brillate palpitar, andar ajetreado y anuncios multicolores. Entre todos ellos el más  pequeño, el más modesto quizás, qué más da. Entre cuatro montañas altaneras y agresivas  cual bravos centinelas celosos guardianes de su tesoro se encuentra Ojós, donde todo es paz y tranquilidad. Un pequeño pueblo que pulula en su lucha cotidiana por la existencia marcando con  plausible claridad una trilogía social y sin embargo hermanada en unánime empuje hacia un futuro mejor. Si no es así, por lo menos es como quisiéramos que fuese, por su grandeza de espíritu grande,  por ser nuestro.

Algo tiene nuestra tierra que atrae y emociona, algo inexplicable que solo podemos comprender cuando por imperativos de la vida nos vemos obligados a emigrar en busca de un mejor vivir. Ante la frialdad e intolerancia de las grandes urbes sentimos añoranza por aquel pedazo de tierra que nos cobijó, que nos dio cuanto tenía, y una peculiar atracción nos obliga a volver  y gozar, aunque solo sea por unos días, de ese hermoso sol que esparce su clara luz sobre los naranjales y respirar el aire al que el azahar une su grato perfume haciéndole distinto a los demás.

En las tardes de luz blanca y reflectora de agosto, el Ojós modesto hace entrañable vida de familia, se echa a la calle e los días de feria en los que la animación del paseo es inusitada, y hace el dispendio de unas pesetas, porque la feria es cosa modesta, más bien festejo del alma y desahogo de la humildad.

 Va declinando la tarde, comienzan a surgir y  resaltar los colores del paisaje, las pequeñas calles del pueblo se van convirtiendo en una compacta masa de fieles que en recogido ademan siguen la procesión. La brisa de la montaña trae el armonioso eco de sus plegarias y una unánime ofrenda se alza hacia su patrón San Agustín diciéndole con esa sencillez en ellos característica: tú que gozas con Dios en el cielo, tú que vives en ese océano infinito de amor y felicidad,  mándanos santa paz y consuelo. Y Agustín, con su cara de hombre curtido pero lleno de risueña bondad, abre sus brazos protectores para recoger el fruto de sus reiteradas oraciones pidiendo el progreso y bienestar de este pueblo que parece poseer el secreto de hallar las fuetes de su vida y de su progreso solamente en las cosas bellas.

                          .......

Y como terminar sin una referencia a las gentes del campo y de la huerta, su inteligente filosofía de la vida, su genial ironía satírica, su peculiar sistema de entender una forma de hablar. Un idioma que, por nuestro, es algo muy asumido: “el panocho”.

S´an arrejuntao en palvá los jordos que mangonean, pa enjaretar el pograma de nuestras tépicas fiestas.

Hoy víspera de San Agustín, según las costumbres viejas, se endiña la cohetá, pa que toiquio Murcia sepa que ogaño en Ojós se hacen festejos, con tronío y sin miserias.

 

Voy a deciros algo. Este pueblo está en buenas manos, pero nunca bajéis la guardia, ojo  avizor. Siempre que podáis, recordarle:

 

Pablo, ya sé muy bien que calientas porque tienes un brasero que pa to tiempo aprovecha, pero si por un casual veo que la calor flojea hecho mano a la badila y te doy dos u tres vueltas.

¡Viva la Virgen de La Cabeza!

¡Viva San Agustín!

¡Viva Ojós!

¡Felices fiestas a todos!

 

Pregón de Fiestas 2016. Ojós (Murcia) 25 de agosto (21’45). Centro Cultural José López Poveda.

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